sábado, 18 de julio de 2009

El día que salvé a una tortuga

Conducía por el carril polvoriento que me lleva hasta la orilla del río, no muy lejos de casa. Me gusta ir hasta allí, a buscar alguna piedra, algún trozo de madera o a practicar alguna técnica. El calor empezaba a hacerse insoportable, pues en esta zona, he de conducir con los cristales subidas ya que los cañaberales que bordean el camino amenazan con introducirse por las ventanillas y no funciona el aire acondicionado de mi coche. Llegando al lugar que suelo ir, aparqué en un pequeño rellano libre de cañas junto al camino. Y cuando quitaba las llaves del contacto, algo llamó mi atención. Lo que a lo lejos parecía una piedra en medio del carril, se movía. Me fijé mejor y me dí cuenta de que era una tortuga que marchaba por mitad del camino. Me apresuré para alcanzarla antes de que decidiera perderse por entre la vegetación. Quería verla de cerca.


Me gustan las tortugas, especialmente las autóctonas, y esta era de un buen tamaño. Creo que no veía una así desde que era niño. Mientras me acercaba, ilusionado por echarle un vistazo de cerca y aún a unos cuantos metros de ella, un coche surgió como de la nada. El tipo conducía un poco deprisa para ser un carril de tierra tan estrecho. Me eché a correr en su dirección agitando mis brazos para alertarle. Ví al tipo mirarme y mirar la tortuga. Por un instante pensé que la aplastaría, que no tendría tiempo de frenar. En el último instante, el conductor dió un volantazo y el coche pasó por encima del reptil, sin que ninguna de sus ruedas lo pisara. Nunca sabrá la suerte que tuvo ese día.

La dejé junto al agua y esperé que se confiara y saliera de su caparazón buscando la seguridad del agua, alejada del carril, con la intención de fotografiarla.
Tímidamente fué sacando la cabeza, las patas y se echó a nadar, alejándose de la orilla y de mí.

Ojalá tenga muchas más ocasiones de hacer mejores fotos en encuentros similares.



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